Sí, tenía muchas oportunidades para hacerlo, y muchos métodos, a principios de 1945, cuando se dio cuenta de que la guerra se había perdido. Pudo haberse embarcado y cruzar a la entonces neutral Argentina, con su gran colonia alemana en Buenos Aires. Por mar o aire, podría haber buscado refugio con su asociado Francisco Franco, Caudillo de España. Franco acogió a muchos nazis, incluido Otto Skorzney, el temerario volador que había rescatado a Mussolini del cautiverio en 1943. Alternativamente, Hitler podría haber pasado a la clandestinidad en Alemania, muy probablemente en el área del nacimiento del movimiento nacionalsocialista, Baviera o en al menos esa parte aún no conquistada por los estadounidenses. Aquí habría dirigido un movimiento de resistencia clandestino, cuyo nombre en código era “Hombre lobo” por los nazis, que posiblemente podría haber combatido una insurgencia contra las potencias ocupantes durante años.
El gran problema para realizar estos escenarios es la mente de Adolf Hitler. La vida de un exiliado no le convenía. Vivir bajo tierra, incluso mientras libraba un conflicto de baja intensidad contra los Aliados, parecía indecente para un hombre que una vez había gobernado casi toda Europa. Hitler era, por encima de todo, un showman. Así fue como llegó al poder y así fue como planeó salir del poder, a través de la autoinmolación. Aunque declaró a sus secretarios en el Búnker en 1945 que “el nacionalsocialismo morirá conmigo”, no descartó que en el futuro algún gran hombre pueda venir y “resucitar al pueblo alemán”.